I.

En una almohada de complacencia
mi cabeza se hunde en la oscuridad:
el consuelo del cobarde,
una cuna de una calma indolente.

Apago un videojuego:
con sus héroes salvando mundos,
corazones valientes arden de fuego.
Qué distintos de mí.

Bebo un té tibio
una bebida insípida
torpemente por mi garganta
sin consuelo.

Tras un perezoso golpe de interruptor,
la oscuridad se traga la habitación,
y exhalo lentamente
en la penumbra dorada.

II.

Más allá del silencio burgués y acolchado de mi alcoba,
siento entretejerse las mentes de otros
su vastedad oprime mi pequeño ser
un fugaz destello en el tejido de la humanidad,
atado a miles de millones en corrientes eléctricas y cibernéticas.

Un coro incesante murmura a mi lado:
sus risas, sus lamentos, yo los escucho.

Esta corriente crece: serena a veces,
luego dentada, pulsante, afilada por el crimen;
oscilando entre la lucha y la paz,
mientras brillan porras, bayonetas y balas incandescentes,
junto a ballets, borrachos y el fulgor del sueño de un bodhi.

Siento el hambre hueca de las multitudes,
vientres que gruñen por necesidades insatisfechas,
mientras conflictos ancestrales estallan en escenas de sangre
y prejuicios latentes hierven justo bajo la superficie.

Acunado en la riqueza en esta noche helada,
envuelto en edredones, semidormido,
cuento ovejas para acallar los gritos distantes,
mi alma, un ascua menguante y titilante.

Mi conciencia, piedra helada por tanto tiempo,
despierta con un solo pensamiento punzante e involuntario:

¿Soy tan solo vapor, ingrávido, pálido y gris,
que flota sobre este combate fracturado?
¿O soy un monumento de mármol a la indiferencia,
hundido en una oscuridad aplastante
donde solo el brutal candor de la gravedad
ejerce su dominio?